domingo, 22 de enero de 2012

La montaña mágica de Thomas Mann



Inspirado por la visita de su esposa Katia Mann a un sanatorio en Davos, Thomas Mann le da vida a un proyecto que estaba encuadrado inicialmente en ser una novela corta, pero que con el transcurrir del tiempo se convirtió en una extensa obra que refleja con claridad, parte de los ideales de la Europa previa a la Primera Guerra Mundial.

Por medio del personaje principal, joven ingeniero Hans Castorp, quien acude al sanatorio Berghof a visitar por tres semanas a su primo Joachim Ziemssen, se da inicio a una historia que el autor considera la corta o larga historia de Castorp, quien siempre es llamado por su nombre y apellido. Al parecer no pretendía escribir una entretenida historia, llena de altibajos y de ingeniosas situaciones, sino simplemente contar y a veces explicar la indefinida estancia inicial de Hans Castorp en el sanatorio de tuberculosis. Castorp encuentra una recia diferencia de clases una vez en el centro montañero; los rusos bien, los intelectuales, los profesionales, los que estaban lejos de mantener una conversación de temas elevados y los que no se podían comunicar, simplemente por la barrera del idioma.

Su primo, el verdadero enfermo, es el encargado de introducir a Castorp con las celebridades del lugar. La novela adquiere entonces una atmósfera que nunca abandonará, y puede ser parte de lo que inspira el título de la obra, por cuanto la constante reflexión de los más diversos temas y situaciones propios de la humanidad empiezan a tener cabida, una vez es superada la aclimatación inicial.

Esta situación se acentúa aún más, con el hecho según el cual, Castorp ya no puede abandonar el lugar al cumplirse las tres semanas de estancia que tenía presupuestadas, por cuanto cae presa de una súbita fiebre que más adelante será objeto de complicaciones, así las cosas su permanencia en el sitio se torna indefinida.

"Viviría allá abajo, en el mundo del país llano, entre hombres que no tenían ninguna idea sobre el modo cómo era preciso vivir, que no sabían nada del termómetro, del arte de empaquetarse, del saco de pieles, de los tres paseos diarios, de... era difícil de decir, era difícil de enumerar todo lo que en el país llano ignoraban por completo, pero la idea de que Joachim, después de haber vivido aquí arriba más de un año y medio, debía vivir entre los ignorantes, esa idea, que no concernía más que a Joachim y que no le atañía a él, a Hans Castorp, más que desde muy lejos y en cierto modo a título de hipótesis, le turbaba de tal manera que cerró los ojos e hizo con la mano un gesto de defensa: "imposible, imposible", murmuró".



Con un Castorp, entre resignado y acostumbrado a la vida allá arriba, y que ya había dejado de reprocharle a  su primo Joachim, la causa vesánica de perder el tiempo entre esas gentes, nos encontramos con la parte principal y quizás más profunda de la novela, esto es, la aparición de Ludovico Settembrini y más adelante de Leo Naphta, dos personajes sin los cuales la montaña no sería mágica.

"Y en cuanto a la degradación del hombre, su historia coincide exactamente con la del envilecimiento del espíritu burgués. El Renacimiento, el siglo de las luces, la ciencia natural y las doctrinas económicas del siglo diecinueve no han desdeñado enseñar nada, absolutamente nada, que no fuese en cierta manera apropiado para favorecer esa degradación, comenzando por la nueva astronomía que ha hecho del centro del universo, el escenario ilustre en el que Dios y Satán se disputaron a las criaturas, un pequeño planeta cualquiera y que provisionalmente ha puesto a fin a la grandiosa situación cósmica del hombre, sobre la cual se funda la astrología".




Settembrini encarna al humanista, al librepensador y masón, es una de las caras de la educación que inconscientemente recibirá el joven Castorp, mientras que Naphta es un judío converso al cristianismo, que rechaza incluso el protestantismo y más aún las posturas radicales de Settembrini con quien mantendrá un animado diálogo a lo largo de la novela. Sin estos dos personajes, la novela hubiese sido casi imposible, sus posiciones y teorías, son en parte la razón de ser de los días y las noches de Castorp en la montaña. Sus palabras infieren tanto en el joven Castorp, que aún lejos de ellos, y cuando encuentra aficiones por otras actividades, las disquisiciones de estos hombre retumban de manera incesante en su pensamiento, exigiéndole lo más claro de su raciocinio para poder encontrar una posición verdadera.

Tampoco causó sorpresa, pero sí un poco de asombro a causa de su siniestra audacia, que Naphta se declarase partidario de la flagelación. Según él, era absurdo divagar sobre la dignidad humana, pues la verdadera dignidad se refiere al cuerpo, no a la carne, y como el alma humana se halla inclinada a sacar del cuerpo toda su alegría de vivir, los sufrimientos que se infligen al cuerpo constituyen un medio muy recomendable de estropearle el placer de los sentidos, y de arrojarla en cierta manera de la carne para que el espíritu recobre su poder sobre ella".

"No, la muerte no es ni un fantasma ni un misterio, es un fenómeno sencillo, racional, fisiológicamente necesario y deseable, y hubiese sido frustrar la vida el detenerse más de los razonable en contemplar la muerte. Por eso se ha proyectado contemplar el crematorio moderno y el columbrario, es decir, en algún modo la sala de la muerte, con una sala de vida y en la que la arquitectura, la pintura, la escultura, la música y la poesía se alíen para evitar al sobreviviente el espectáculo de la muerte y de un duelo inactivo hacia los dones de la vida". 

La posición verdadera no existe, pues nunca ha sido única para Castorp, quien tiene tanto de Settembrini como de Naphta. Pero se puede decir que en gran parte gracias a estos locuaces hombres, cosas rutinarias comienzan a ser vistas como complejísimos elementos, dignos del más arduo análisis y distinción. Las radiografías que portan los enfermos y que intercambian como si fueran tarjetas navideñas, que dibujan imágenes de calaveras y huesos de muerte, tienen un serio significado para Castorp. Así mismo, el arte, la política, la religión, la filosofía, son el pan de cada día en el Berghof y la mayoría o al menos los personajes que participan directamente en la novela, son conscientes de esto.

"El mal y el bien, la santidad y el crimen, todo eso mezclado! ¡Sin juicio, sin voluntad! ¡Sin poder reprobar lo que es reprobable! ¿Sabía el señor Naphta lo que negaba confundiendo a Dios y al Diablo en presencia de esa juventud, y negando el principio moral en nombre de esa dualidad abominable? Negaba el valor, toda escala de valores; era espantoso. Así, pues, no había ni bien ni mal, no existía más que el universo sin orden moral. No había tampoco individuo en su dignidad crítica, no existía más que una comunidad absorbiéndolo y nivelándolo todo, ¡el aniquilamiento místico! El individuo..."


Castorp sabe a los pocos meses de arribar al lugar, que nunca más será el mismo, al entrar en el ritmo cadencioso de la vida en el sanatorio. Luego, Castorp cree conocer el amor, personificado en Clawdia Chauchat, quien se va del sanatorio por un tiempo y regresa acompañada de un excéntrico personaje, que influenciará la vida del protagonista, tal vez como ninguno, a pesar incluso de su distancia intelectual frente a Naphta o Settembrini, pero que encarna una legítima expresión de carisma y liderazgo. Se puede decir, de admiración (Mynheer Peeperkorn). Llega tarde a la historia, casi sobre el final, pero su presencia le da casi todo el sentido a la misma, es la pincelada que termina de redondear el círculo, pues muchas inquietudes que surgen al tenor de las páginas se ven resueltas allí, en esta figura.

La montaña mágica, más allá de ser una montaña de páginas, es una historia digna de ser contada. Viene de la ficción pretendiendo ser real y en ocasiones traspasa el umbral, es premonitoria en muchos aspectos, es la gran novela alemana del siglo XX, pronostica la guerra, y deja ver que nadie escapa a ella. Que los ideales de patria y nación, se fortalecen frente al criterio humano y sagrado de la vida, que el reconocimiento y la sed de triunfo, superan con creces la virtud humana o espiritual bajo la óptica religiosa. La muerte siempre está al acecho de Castorp y sus amigos, ya sea por medio de la enfermedad, que es la única que les da lucidez e incluso los ennoblece y saca a flote la fragilidad humana. Pero la muerte también está presente en la sanidad, cuando la lucidez se pierde y el estímulo autodestructivo surge en los campos de batalla.

"Como si los hombres completamente sanos no hubiesen vivido siempre a costa de las conquistas de la enfermedad. Existían hombres que habían penetrado conscientemente en las regiones de la enfermedad y de la locura para conquistar, para la humanidad, conocimientos que iban a convertirse en salud después de haber sido conquistados por la demencia, y cuya posesión y uso, después del sacrificio heroico, ya no se hallarían por más tiempo subordinados a la enfermedad y a la demencia. Esta era la verdadera crucifixión".

"- ¡Dígalo - gritó volviéndose hacia su adversario -, dígalo bajo su responsabilidad de educador, diga francamente, delante de esa juventud que se forma, que el espíritu es enfermedad! ¡De esta manera usted los anima, los atrae a la fe! ¡Declare, por otra parte, que la enfermedad y la muerte son nobles y que la salud y la vida son cosas vulgares - es el método más seguro para animar al alumno a servir a la humanidad! ¡davvero, é criminoso!"

Si la montaña mágica realmente y antes de ser una novela filosófica es una novela de aprendizaje, el que se forma con sus páginas, antes que el protagonista, siempre será el lector. Maravilloso retrato humano de la débil figura de un joven.

"El uno es un sensual y perverso y el otro no toca nunca nada más que que el pequeño cuerno de la Razón y se imagina que puede llevar a ella incluso a los locos. ¡Qué falta de gusto! Es el espíritu primario y la ética pura, es la irreligión; completamente de acuerdo. Pero tampoco quiero, en modo alguno, pasarme al partido del pequeño Naphta, a su religión que no es más que un guazzabuglio de Dios y del Diablo, del Bien y del Mal, buena para el individuo que se tire de cabeza a fin de hundirse místicamente en lo universal. ¡Qué dos pedagogos! Sus disputas y sus desacuerdos no son en ellos mismo más que un guazzabuglio y un confuso estrépito de batalla que no puede aturdir a quien tenga el cerebro libre y el corazón piadoso. ¡Y ese problema de la aristocracia con su nobleza! Vida o muerte, enfermedad, salud, espíritu y naturaleza, ¿son contrarios? ¿Son eso problemas? No, no son problemas, y el problema de su nobleza no es un problema. Lo irrazonable de la muerte se desprende de la vida, si no la vida no sería vida, y la posición del Homo Dei se halla en el centro con la falta de razón y con la razón, de la misma manera que su posición se halla entre la comunidad mística y el individualismo inconsciente".


Notas tomadas de: THOMAS MANN, La montaña mágica, Editorial Diana S.A., México, D.F., Edición del 15 de enero de 1948.

jueves, 19 de enero de 2012

El gran diálogo del Quijote por Fernando Vallejo





A cuatrocientos años de su publicación el Quijote sigue asombrándonos con sus riquezas y complejidades sin que alcancemos a desentrañar todavía su significado profundo. Tres veces lo he leído, en tres épocas muy distintas de mi vida, y las tres con la misma mezcla de asombro y devoción y riéndome a las carcajadas como si alguien me hubiera soltado la cuerda de la risa. Como la primera vez que lo leí era un niño y la última fue hace poco, o sea de viejo, esas carcajadas me dicen que sigo siendo el mismo, tan igual a mí mismo como es igual a sí misma una piedra, y que por lo menos en este mundo cambiante y de traidores que me tocó vivir jamás me he traicionado, y así me voy a morir en la impenitencia final, y no como don Quijote renegando de su esencia y abominando de los libros de caballería. Yo no: me moriré maldiciendo al papa, a Cristo, a Moisés, a Mahoma, a la Iglesia católica, a la protestante, a la religión musulmana, y bendiciendo a Nuestro Señor Satanás el Diablo, con quien mantengo en español un diálogo cordial permanente. Y es que aunque ando con pasaporte colombiano por los aeropuertos de este mundo en esencia soy español pues pienso en español, sueño en español, hablo en español, blasfemo en español y me voy a morir en español, en la impenitencia final concebida en palabras españolas, tras de lo cual caeré en picada rumbo a los profundos infiernos como la piedra que les digo a continuar allá en español el diálogo que les digo con el que les digo. 


Mientras tanto, y entrando en materia, ¿qué era lo que le pasaba a don Quijote? Hombre, que se le botó la canica, como a Hitler, como a Castro, como a Wojtyla, y le empezaron a soplar vientos alucinados de grandeza en los aposentos de la cabeza. Y sin embargo don Quijote no fue un ser de carne y hueso: es una ficción literaria de un gentilhombre español que lo llevaba adentro y que ya al final de su desventurada vida de desastres lo logró pasar al papel apresándolo en palabras castellanas, un escritor del Siglo de Oro muy descuidado que no ponía comas, ni puntos y comas, ni dos puntos, ni tildes, ni nada, y que los ocho puntos que puso en su vida los puso mal, donde sobraban o en lugar de comas, pero que tenía el alma grande: Miguel de Cervantes Saavedra, quien en una página ponía mismo y en otra mesmo, en una dozientas y en otra duzientas, y no le importaba. Andrés le dijo a don Quijote que el labrador le debía "nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello". Nueve multiplicado por siete da sesenta y tres y no setenta y tres. ¿Quién hizo mal la cuenta? ¿Don Quijote? ¿O Cervantes? ¿O fue una errata? Sabrá el Diablo, mi compadre. 


Esos embrollos de Cervantes y esas cuentas de don Quijote me recuerdan la máquina de escribir de mi abuelo, en la que escribía sus memoriales, los interminables memoriales de un pleito que arrastró treinta años del juzgado al tribunal y del tribunal a la corte, hasta que se lo falló, por fin, la muerte, pero no en la Corte Suprema de Justicia de Colombia, que está tan en bancarrota como el resto del país, sino en la celestial. Le fallaron en contra. Y pese a lo bueno que fue lo mandaron a los infiernos porque vivió esclavo del terrible pecado de la terquedad. De niño, en un ataque de ira, atravesó una pared de bahareque a cabezazos. Era una terquedad ciega y sorda, que no oía razones, y su máquina una Rémington vieja y destartalada, de teclas desajustadas y con las letras sucias, que jamás limpió. "Abuelito -le decía yo-, ¿por qué no limpiás esas letras, que la a parece e y la o parece ene?" "No -decía-, así enredan más". ¡Cómo quieren que ande yo de la cabeza! Y pensar que el nieto de ese señor es el que les va a explicar en seguida el Quijote. Hombre, eso, como diría don Quijote, es "pensar en lo excusado". En fin, a la mano de Dios.

"En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme..." Así empieza nuestro libro sagrado, con el "no quiero" más famoso que haya dicho un español en los mil años bien contados que lleva de existencia España. Y vaya, que es decir, pues para empecinados los españoles, que le hubieran podido dar lecciones a mi abuelo. ¿Y por qué no quiere acordarse Cervantes del nombre del lugar de la Mancha? Porque no se le da la gana. No quiere y punto. España no necesita razones. ¡Ah, cómo me gusta ese "no quiero", cómo lo quiero! En él me reconozco y reconforto, yo que sólo he hecho lo que he querido y nunca lo que no he querido. Entro a un bar de Madrid y entre tanto señor que grita y fuma pido a gritos con voz firme, sacando fuerzas de flaqueza: "¡Un whisky, camarero!". "Tómese mejor una caña fría que está haciendo mucho calor", me recomienda el necio. "No quiero ninguna caña, ni fría ni caliente, quiero un whisky, y si no me lo sirve ya, me lo voy a tomar a otro bar, a Andalucía". "Váyase mejor a Ávila de la santa que es más fresca", me contesta el maldito. Entonces, para darle una lección al maldito, tomo un tren de la Renfe y me voy a Andalucía a tomarme un whisky en el primer bar que encuentro. Así somos: queremos cuando queremos, y cuando no queremos no queremos. España es una terquedad empecinada. Por eso descubrió a América y la colonizó y la evangelizó y la soliviantó y la independizó y nos la volvió una colcha católica de retazos de paisitos leguleyos. La hazaña le costó su caída de la que apenas ahora, cuatrocientos años después, se está levantando, aunque a costa de sí misma. Hoy España no es más que una mansa oveja en el rebaño de la Unión Europea. ¡Pobre! La compadezco. Lo peor que le puede pasar al que es es dejar de ser. 


Pero volvamos al "no quiero" a ver si por la punta del hilo desenredamos el ovillo y le descubrimos al Quijote la clave del milagro, su secreto. Parodia de lo que se le atraviese, el Quijote se burla de todo y cuanto toca lo vuelve motivo de irrisión: las novelas de caballerías y las pastoriles, el lenguaje jurídico y el eclesiástico, la Santa Hermandad y el Santo Oficio, los escritores italianos y los grecolatinos, la mitología y la historia, los bachilleres y los médicos, los versos y la prosa... Y para terminar pero en primer lugar y ante todo, se burla de sí mismo y del género de la novela de tercera persona a la que aparentemente pertenece y del narrador omnisciente, ese pobre hijo de vecino inflado a más, como Dostoievsky, que pretende que lo sabe todo y lo ve todo y nos repite diálogos enteros como si los hubiera grabado con grabadora y nos cuenta, con palabras claras, cuanto pasa por la confusa cabeza de Raskolnikof como si estuviera metido en ella o dispusiera de un lector de pensamientos, o como si fuera ubicuo y omnisciente como Dios. Y no. No existe el lector de pensamientos, ni Dios tampoco. El Diablo sí, mi compadre, a quien he olido, tocado y visto: olido con estas narices, tocado con estos dedos y visto con estos ojos. ¡Al diablo con Dostoievsky, Balzac, Flaubert, Eça de Queiroz, Julio Verne, Cronin, Zola, Blasco Ibáñez y todos, todos, todos los narradores omniscientes de todas las dañinas novelas de tercera persona que tanto mal les han hecho a los zafios llenándoles de humo los aposentos vacíos de sus cabezas! ¡Novelitas de tercera persona a mí, narradorcitos omniscientes! ¡Majaderos, mentecatos, necios! 


¿Y el Quijote qué? ¿No es pues también una novela de tercera persona de narrador omnisciente? ¡Pero por Dios! ¡Cómo va a ser una novela de tercera persona una que empieza con "no quiero"! Lo que es es una maravilla. En el Quijote nada es lo que parece: una venta es un castillo, un rebaño es un ejército, unas odres de vino son unas cabezas de gigante, unas mozas del partido o rameras (que con perdón así se llaman) son unas princesas, y una novela de tercera persona es de primera. ¡Que si qué! Treinta veces cuando menos en el curso de su libro, en una forma u otra, Cervantes nos va refrendando el "no quiero" del comienzo para que no nos llamemos a engaño y no lo vayamos a confundir con los novelistas del común que vinieran luego, a él que es único, y nos vayamos con la finta (como dicen en México) de que lo que él cuenta fue verdad y ocurrió en la realidad y existió de veras el hidalgo de la Mancha. Y así, en el segundo capítulo, vuelve al asunto del yo: "Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la de Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre", etc. ¿No es esto una obvia tomadura de pelo? ¿Si don Quijote va solo, cómo pudieron saber los que escribieron los anales de la Mancha qué le pasó aquel día? Ya en la página anterior nos había dicho: "Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo: -¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?", etc. Pues el sabio es él, Cervantes, que es quien está inventando esos hechos y esos pensamientos, y puesto que el personaje es nuestro, ya que acaba de decir "nuestro flamante caballero", nosotros también los estamos inventando con él. Jamás Dostoievsky, Balzac, Flaubert y demás embaucadores de tercera persona tendrían la generosidad y la amplitud de alma para hacernos coautores de sus libros porque ellos se creen Dios Padre y que están metidos hasta en el corazón del átomo. Cervantes no, Cervantes no se cree nadie y está jugando. 






El yo que está implícito en el "no quiero" del primer capítulo y explícito en el "lo que yo he podido averiguar" del segundo, reaparece en el noveno: "Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles", etc. Y al muchacho que dice le compra los cartapacios, que resultan ser la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. En adelante Cervantes seguirá alternando entre el yo implícito o explícito que ya conocemos y el Cide Hamete Benengeli que ha inventado para recordarnos que él y el historiador arábigo y don Quijote y todo lo que llena su libro son mera ilusión. ¿Y qué es la realidad, pregunto yo, sino mera ilusión? ¿O me van a discutir ahora que Colombia no un sueño de basuco? Las ventas no son ventas y las rameras no son rameras. Las ventas son castillos y las rameras son princesas, y todo es humo que llena los aposentos vacíos de la cabeza. 




¿Y si el Quijote no es una novela de tercera persona, qué es entonces, cómo lo podemos describir aunque sea por fuera? Es un diálogo. Un gran diálogo entre don Quijote y Sancho con la intervención ocasional de muchos otros interlocutores, y con Cervantes detrás de ellos de amanuense o escribano, anotando y explicando. Hojeen el libro y verán. Ahí todo el tiempo están hablando, conversando, en pláticas. Y de repente, "estando en estas pláticas", aparece gente por el camino y don Quijote les cierra el paso: "Deteneos, caballeros, o quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois, de dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis". Eso, o cosa parecida, dice siempre, y siempre le contestan que llevan prisa y que no se pueden detener a contestarle tanta pregunta. "Sed más bien criado -replica entonces don Quijote- y dadme cuenta de lo que os he preguntado; si no, conmigo sois todos en batalla". ¡Y se le suelta el resorte de la ira! Las escenas de acción del Quijote (don Quijote acometiendo los molinos de viento o las odres de vino o el rebaño de ovejas o liberando a los galeotes), que son las que ilustró Doré, ocupan una veintena de páginas, y el libro tiene mil. De esas mil, otras doscientas las ocupan las novelas incorporadas, ¿y qué es el resto? Son conversaciones, pláticas. Y he aquí la razón de ser de Sancho Panza y la explicación de la primera de las tres salidas de don Quijote, que fue una salida en falso. Don Quijote sale solo y una veintena de páginas después Cervantes lo hace regresar. ¿A qué? ¿Por dinero, unas camisas limpias y un escudero que se le olvidaron, según dice? No, lo que se le olvidó fue algo más que el dinero, las camisas y el escudero, se le olvidó el interlocutor, y sin interlocutor no hay Quijote. Eso lo sintió muy bien Cervantes cuando escribía las primeras páginas, que el libro que tenía en el alma era un diálogo y no una simple serie de episodios como los del Lazarillo o del Guzmán de Alfarache, quienes van solos de aventura en aventura, sin interlocutor. Ésta es la diferencia fundamental entre el Quijote y las novelas picarescas. Un escritor de hoy (de los que creen que escriben para la eternidad) borra esas primeras veinte páginas y empieza el libro de nuevo haciendo salir a don Quijote acompañado por Sancho desde el comienzo. Pero un escritor del Siglo de Oro no, y menos Cervantes a quien le daba lo mismo mismo y mesmo. 


¡Qué iba a borrar nada! ¡Si ni siquiera releía lo que había escrito! Y cuando acabada de salir la primera edición del Quijote sus malquerientes le hicieron ver las inconsecuencias del robo del rucio de Sancho, que aparece y desaparece sin que se sepa por qué, y se vio obligado a escribir, para la primera reimpresión, un pasaje que aclarara el asunto y enmendara el defecto, lo puso mal, en el sitio en que no era, y el remedio resultó peor que la enfermedad. ¡Pero cuál defecto! Estoy hablando con muy desconcertadas razones. El Quijote no tiene defectos: los defectos en él se vuelven cualidades. ¿Cómo va a ser un defecto, por ejemplo, la prosa desmañada de Cervantes, la del escribano que va detrás de don Quijote y Sancho anotando lo que dicen y explicando lo que les pasa? Todo lo que dice don Quijote es maravilloso, todos sus parlamentos y réplicas, largas o cortas, y sus insultos, sus consejos, sus arengas, todo, todo. Si la prosa de Cervantes también lo fuera, las palabras de don Quijote serían opacadas por ella o cuando menos contrarrestadas. No es concebible el Quijote narrado en la prosa de Azorín o de Mujica Láinez. Azorín y Mujica Láinez son grandes prosistas, pero no grandes escritores. El gran escritor es Cervantes. Inmenso. Y su instinto literario, certero como pocos, le indicaba que la única forma posible de intervenir él era en una prosa deslucida y torpe, la cual, dicho sea de paso, no le costaba gran trabajo pues no sólo era mal poeta sino mal prosista. Y descuidado y desidioso e ingenuo. ¿No se les hace una ingenuidad que a cada momento nos esté repitiendo que don Quijote está loco y cacareándonos, en una forma u otra, su locura? Un ejemplo: "Esos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase". Otro ejemplo: "Con éstos iba ensartando otros disparates". Otro más: "El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped". Otro: "y trújole su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua". Me niego a aceptar que Cervantes trate a don Quijote de loco. El loco es él que se hizo dar un arcabuzazo en la mano izquierda en la batalla de Lepanto y le quedó anquilosada. A mí a don Quijote no me lo toca nadie. Ni Cervantes. 


Don Quijote es el personaje más contundente de la literatura universal, ¿y saben por qué? Porque es el que habla más. Y el que habla más es el que tiene más peso. Para eso le puso Cervantes a su lado a Sancho, para que pudiera hablar y Sancho a su vez le devolviera sus palabras cambiadas, como las cambia el eco. A mí que no me vengan con Hamlet, ni con Raskolnikof, ni con Madame Bovary, ni con el père Goriot. Ésos son alebrijes de papel maché de los que hacen en México. O espantajos de paja o alfeñiques de azúcar. Al lado de don Quijote, Hamlet y compañía no llegan ni a la sombra de una sombra. Cierro los ojos y veo a don Quijote con su lanza, su adarga y su baciyelmo. Los vuelvo a cerrar para ver a Hamlet y no lo veo. ¿Cómo será el príncipe de Dinamarca? No sé. Presto entonces atención y oigo a don Quijote: "Pues voto a tal, don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, o como os llaméis, que habéis de ir vos solo, rabo entre piernas, con toda la cadena a cuestas". Y oigan esta otra maravilla: "Eso me semeja -respondió el cabrero- a lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice, puesto que para mí tengo o que vuestra merced se burla o que este gentilhombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza". Entonces el gentilhombre, que es nadie más y nadie menos que don Quijote, le contesta: "Sois un grandísimo bellaco, y vos sois el vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió". ¡Eso es hablar, eso es existir, eso es ser! ¡Ay, "to be or not to be, that is the question"! ¡Qué frasecita más mariconcita! ¿Hamlecitos a mí? ¿A mí Hamlecitos, y a tales horas? "¡Voto a tal, don bellaco, que si no abrís luego luego las jaulas, que con esta lanza os he de coser con el carro!" Ese "luego luego" que dijo don Quijote apremiando al carretero para que le abriera las jaulas de los leones me llega muy al corazón porque aunque ya murió en Colombia todavía lo sigo oyendo en México. Lo que sí no he logrado ver, en cambio, en México, es leones. Vivos, quiero decir, para que me los suelten. 


Tenía mi abuelo, el de la máquina de las aes y las ees, un amigo de su edad, don Alfonso Mejía, hombre caritativo y bondadoso que se la pasaba citando historias edificantes y vidas de santos y rezando novenas. Mayor pulcritud de lenguaje y alma, imposible. Solterón, se había hecho cargo de tres sobrinas quedadas, y vivían enfrente de la finca Santa Anita de mi abuelo, en otra finca, cruzando la carretera. Pues he aquí que un día, como a don Quijote, se le botó la canica. Y el pulcro, el ejemplar, el bien hablado de don Alfonso Mejía el bueno, el de alma limpia, mandó a Dios al diablo y estalló en maldiciones. Una vez lo oí gritándole desde el corredor de su casa a una mujercita humilde embarazada que venía con otra por la carretera: "¿A dónde vas, puta, con esa barriga, quién te preñó? Decí a ver, decí a ver, ¿qué llevás ahí adentro? ¿El hijo patizambo de Satanás? ¡Ramera!". Lo que siempre he dicho, éste es el mejor idioma para esta raza que nunca ha estado muy bien de la cabeza. 


Me dicen que el alemán tiene pocos insultos. ¡Pobres! ¿Cómo le harían para traducir el Quijote? ¿No pierde mucho vertido a esa lengua atildada y filosófica nuestro cervantino hideputa? O planteado de otra manera: ¿se puede desquiciar en alemán el alma humana? La tercera traducción del Quijote fue al alemán pero la primera había sido al inglés, la de Thomas Shelton, de 1612; y la segunda al francés, de 1614 y de Oudin. Oudin el grande, el gramático, a quien admiro y cuya muerte envidio. "Je m'en vais ou je m'en va pour le bien ou pour le mal" se preguntó en su lecho de muerte, y sin alcanzar a resolver este tremendo problema de gramática murió. ¡Qué muerte más hermosa! Así me quiero morir yo, tratando de apresar este idioma rebelde hecho de palabras de viento, y llorando en mi interior por él, por lo que no tiene remedio, por el adefesio en que me lo ha convertido el presidente Fox de México. ¡Pobre lengua española! ¡Haber subido tan alto y haber caído tan bajo y servir hoy para rebuznar! En homenaje a César Oudin, primer traductor del Quijote al francés y gramático insigne, y en recuerdo de la Hispanica lingua que un día fue y ya no es, in memoriam, guardemos un minuto de silencio. 


Antes de Cervantes la novela pretendió siempre que sus ficciones eran verdad y le exigió al lector que las creyera por un acto de fe. Ése fue su gran precepto, la afirmación de su veracidad, así como la tragedia tuvo el suyo, el de la triple unidad de tiempo, espacio y tema. Vino Cervantes e introdujo en el Quijote un nuevo gran principio literario, el principio terrorista del libro que no se toma en serio y cuyo autor honestamente nos dice que lo que nos está contando es invento y no verdad. Lo cual es como negar a Dios en el Vaticano. Por algo pasó Cervantes cinco años cautivo en Argel. De allí volvió graduado de terrorista summa cum laude. Y así el cristiano bañado en musulmán, en el Quijote se da a torpedear los cimientos mismos del edificio de la novela, su pretensión de veracidad. Cuatrocientos años después, el polvaderón que levantó todavía no se asienta. ¡Cuáles torres gemelas! Ésas son nubes de antaño disipadas hogaño. 


Total, la novela no es historia. La novela es invento, falsedad. La historia también, pero con bibliografía. En cuanto a don Quijote, creyente fervoroso en la letra impresa y para quien Amadís de Gaula ha sido tan real como Ruy Díaz de Vivar, las confunde ambas. A él no le cabe en la cabeza que un libro pueda mentir. A mí sí. Para mí todos los libros son mentira: las biografías, las autobiografías, las novelas, las memorias, Suetonio, Tacito, Michelet, Dostoievsky, Flaubert... ¡Ay, dizque "Madame Bovary c'est moi"! ¿Cómo va a ser Flaubert Madame Bovary si él es un hombre y ella una mujer? Michelet miente y Flaubert doblemente miente. Una de nuestras grandes ficciones es llamar a nuestra especie Homo sapiens. No. Se debe llamar Homo alalus mendax, hombre que habla mentiroso. La palabra se inventó para mentir, en ella no cabe la verdad. El hombre es un mentiroso nato y la realidad no se puede apresar con palabras, así como un río no se puede agarrar con las manos. El río fluye y se va, y nosotros con él. 




Libro sobre otros libros, el Quijote no es posible sin la existencia previa de las novelas de caballería. Es literatura sobre la literatura, invento sobre otros inventos, mentira sobre otras mentiras, ficción sobre otras ficciones. Don Quijote sale al camino a imitar a los héroes de los libros de caballería que tan bien conoce, soñando con que un sabio como los que aparecen en ellos algún día escriba uno sobre él narrando sus hazañas. Pues bien, Cervantes el amanuense es el sabio que lo va escribiendo. Sólo que a medida que lo va escribiendo y que va inventando a don Quijote lo va negando, como Pedro a Cristo. Entre líneas Cervantes nos repite todo el tiempo: miren lo que dice y hace este loco que me inventé, ¿no se les hace muy gracioso? Pero no vayan a creer que es verdad. Nada de eso. Yo de desocupado estoy inventando, y ustedes de desocupados me están leyendo. Y así no sólo no me quiero acordar del lugar de la Mancha de donde era mi hidalgo, sino que ni siquiera le pongo un nombre cierto: "Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración de él no se salga un punto de la verdad". Esto dice en la primera página de la Primera Parte. Diez años más tarde y mil páginas después, al final de la Segunda Parte, que es de 1615, y a un paso de acabarse definitivamente el libro y de morir don Quijote y un poco después su autor, Cervantes le hace decir a su héroe moribundo: "Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de bueno". Ah, sí, pero al labrador que lo recogió todo maltrecho al final de la primera salida, en las primeras páginas de la Primera Parte, le hizo decir: "Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el Marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana". En qué quedamos: ¿Quijano o Quijada o Quijana o Quesada? "Yo sé quién soy -le responde don Quijote a su vecino Pedro Alonso- y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia y aun todos los nueve de la Fama". Con uno así no se puede razonar. Que se llame como le dé la gana. 


La Segunda Parte del Quijote, cuyo cuarto centenario celebraremos dentro de 10 años si China y Estados Unidos no vuelan esto, lleva a su plena culminación la idea terrorista del libro en burla. Sabemos que quien se esconde tras el nombre de Alonso Fernández de Avellaneda, vecino de Tordesillas, se le adelantó a Cervantes en unos meses escribiendo la Segunda Parte que conocemos como el Quijote apócrifo, o sea, el que no ha sido inspirado divinamente, como sí lo fue el auténtico. Porque que Dios le dictó las dos partes del Quijote auténtico a Cervantes, eso sí no tiene vuelta de hoja: es agua clara, aire límpido, cristal puro y transparente. Lo que no sabemos en cambio es para qué le dictó Dios a Cervantes semejante libro. ¿Para dar al traste con la vanidosa ficción novelesca? Pues si así fue, en la Segunda Parte Cervantes superó la inspiración que le dio Dios en la Primera. ¿Y saben con la ayuda de quién esta vez? De Avellaneda, nadie menos. Del impostor a quien Cervantes vuelve su instrumento y de cuyo libro apócrifo se apodera para volverlo papilla en el suyo. En Barcelona, poco antes de su encuentro con el Caballero de la Blanca Luna, quien lo derrotará precipitando el final, don Quijote entra a una imprenta (que no las conoce) con gran curiosidad de saber cómo se imprimen los libros, y pregunta una cosa y la otra y la otra hasta que de repente: "Pasó adelante y vio que asimismo estaban corrigiendo otro libro, y preguntando su título le respondieron que se llamaba la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal, vecino de Tordesillas". ¡Pero cómo! ¿No que ya estábamos en la Segunda Parte? ¿Es posible que estemos viviendo y nos estén imprimiendo a la vez? ¡Claro, Gutenberg es milagroso! O mejor dicho, Gutenberg en manos de Cervantes, pues un alemán por sí solo no produce milagros. Por lo demás, como el vecino de Tordesillas no es Cervantes sino Avellaneda, entonces el Quijote que están imprimiendo no es el Quijote, ni el hidalgo don Quijote que está en prensa es el hidalgo don Quijote que está viendo imprimir. ¿Y hay forma de distinguirlos? ¡Claro! Avellaneda es un pobre hijo de vecino y Cervantes un genio. ¿Habráse visto mayor disparte que el de Avellaneda cuando hace meter a don Quijote al manicomio de Toledo? Si don Quijote estuviera loco, en casa de ahorcado no se mienta soga. ¡Y decir que don Quijote es de Argamasilla! ¡Qué ocurrencias las de este majadero! Don Quijote es de un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. 


Poco después del episodio de la imprenta viene el encuentro fulgurante de don Quijote con el Caballero de la Blanca Luna quien lo derriba y se va sobre él y poniéndole la lanza contra la visera lo conmina a que acepte las condiciones pactadas antes del duelo, a lo que don Quijote, como hablando desde dentro de una tumba y con voz debilitada y enferma, responde: "Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra". Yo no sé si Dulcinea del Toboso fuera, como decía don Quijote, la más hermosa mujer del mundo, pero lo que sí sé es que ésta es la frase más hermosa del Quijote. En ella cabe toda nuestra fe: vencedora o vencida, España es grande. 


En un mesón del camino, ya de regreso a casa y rumbo a la muerte, ocurre un encuentro asombroso, de esos que sólo se pueden dar en la realidad milagrosa que crea la letra impresa: don Quijote se cruza con don Álvaro Tarfe, que es un personaje muy importante del Quijote apócrifo, y lo convence de que el don Quijote que conoció don Álvaro en ese libro es falso, y que el auténtico es el que tiene enfrente. "A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero, sea servido de hacer una declaración ante el alcalde de este lugar de que vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta ahora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquél que vuestra merced conoció". ¡Como si él no estuviera, en el momento en que lo dice, en otra Segunda Parte! Todos andamos siempre en una segunda parte, hasta tanto no se nos acabe el libro y nos entierren o nos cremen. Y don Álvaro le responde: "Eso haré yo de muy buena gana, aunque cause admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado". ¡Fantástico! Sólo que en su respuesta don Álvaro implícitamente también se está negando a sí mismo. ¿O qué le asegura que en el momento que habla él es el Álvaro Tarfe auténtico? "Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don Álvaro y don Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción, de modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes". El que no se niegue a sí mismo en el Quijote no existe. Negarse allí es el precio de existir. 


¡Qué más da que fuera venta o castillo! Total, ya no hay ventas ni hay castillos. Todo lo borra Cronos. Hoy construye y mañana tumba; hoy une y mañana desune. Pero lo que con más saña le gusta destruir al dueño loco de la Historia son los idiomas. Lanza un ventarrón burletero y barre con sus deleznables palabras. Y luego, para rematar, les ventea encima polvo. Leyendo el Quijote por tercera vez, ahora en la edición de las Academias que acaba de aparecer con notas de Francisco Rico, al llegar a la frase "Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, de estas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros", como hay una llamada numerada en arrieros, bajo los ojos a las notas de pie de página y encuentro la siguiente explicación: "conductores de animales de carga y viaje". Y algo después, en la frase "Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua...", nueva llamada y abajo la explicación de recua: "grupo de mulas". ¡Pero por Dios! ¡Venirme a explicar a mí qué es una recua o un arriero! ¿A a mí que nací en Antioquia que vivió por siglos encerrada entre montañas y que si algo supo del mundo exterior fue por los arrieros, que nos traían las novedades y noticias de afuera, y entre los bultos de sus mercancías, sobre los lomos de las mulas de sus recuas, ejemplares del Quijote? Arrieros eran los que nos arriaban el tiempo, remolón y perezoso entonces, y le decían "¡Arre, arre!" para que se moviera. ¡Ay, carambas, mejor lo hubieran dejado quieto! 


"En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor". Ya nadie sabe que el astillero era la percha en donde se colgaban las armas, ni la adarga un escudo ligero, ni el rocín un caballo de trabajo, y Francisco Rico nos lo tiene que explicar en sus notas. Señores, les pronostico que en el 2105, en el quinto centenario del gran libro de Cervantes, no habrá celebraciones como éstas. Dentro de cien años, cuando al paso a que vamos el Quijote sean puras notas de pie de página, ya no habrá nada qué celebrar, pues no habrá Quijote. La suprema burla de Cronos será entonces que tengamos que traducir el Quijote al español. ¿Pero es que entonces todavía habrá español? ¡Jua! Permítanme que me ría si a este engendro anglizado de hoy día lo llaman ustedes español. Eso no llega ni a espanglish. Por lo pronto, en tanto se acaba de terminar esto, recordemos a ese hombre de alma grande que nació en Alcalá de Henares, que anduvo por Italia en sus años mozos al servicio del cardenal Acquaviva, que peleó en la batalla de Lepanto donde perdió una mano, que sufrió cautiverio en Argel, que quiso venir a América sin lograrlo, que pagó injustamente cárcel, que vivió entre los dos más grandes fanatismos que haya conocido la Historia -el musulmán y el cristiano, sin permitir jamás, sin embargo, que ninguno de ellos le manchara el alma-, que padeció las incertidumbres de la realidad y las miserias de la vida, que nunca odió ni traicionó ni conoció la envidia, que escribió mal teatro, malos versos y mala prosa pero que logró hacer que existiera y hablara, con palabras castellanas, el personaje más deslumbrante y hermoso de la literatura haciéndolo pasar por loco, san Miguel de Cervantes que desde el cielo nos está viendo.






Tomado de: http://www.soho.com.co/opinion/articulo/el-gran-dialogo-del-quijote/7195



jueves, 12 de enero de 2012

Rojo y Negro de Stendhal



Lejos de ser un "Stendhalista", no pretendo hacer una crítica a este clásico de la literatura francesa y universal, más que reseñar lo que considero auténtico y valioso en la obra.

El compartido "héroe" Julien Sorel, el plebeyo joven provinciano, hijo de un carpintero, es el protagonista de la historia. A partir de este personaje, que ha sido creado al parecer buscando un equilibrio entre virtudes y cualidades intelectuales, así como las inseguridades y miedos de un muchacho de extracción humilde que se ve enfrentado al mundo real a una corta edad, Stendhal empieza el desarrollo de la extensa obra, que se dividió en dos volúmenes y cuya segunda parte (todo parece indicar), solo fue escrita una vez publicada la primera.

Con el joven Sorel como protagonista, y siempre teniendo como característica su extraordinaria avidez y ocasional orgullo, la novela toma lugar en el condado ficticio de Vèrrieres, donde Sorel, quien con frecuencia es referido por Stendhal como "nuestro héroe", en una posible alusión quijotesca; se empieza a destacar como un aventajado muchacho que ya recita el nuevo testamento en latín, y en un aspirante a ingresar al seminario, bajo el auspicio del párroco del pueblo (Chélan).

"¡De manera -pensaba Julien oyéndoles reír en la escalera - que me ha sido posible ver el extremo opuesto de mi situación! Yo que no llego ni a tener ni veinte luises de renta, me he encontrado al ladito de un hombre que tiene veinte luises de renta cada hora, y se burlaban de él... Ver esto cura de la ambición."

Stendhal, comparte la suerte de su personaje con el lector, llevando gran parte de la obra (por no decir que toda) al plano de la novela psicológica. Los personajes son marcadamente introspectivos, y es que en realidad dan para esto. No es una casualidad lograda con el transcurrir de las páginas, por el contrario parecen elaborados, para necesariamente tener que quedarse con ellos mismos y verse introducidos en sensatos debates internos, casi en cada página.

También puede ser una novela realista, a pesar que muchas alusiones y citas de hechos reales y propios de la época, son desacertadas y anotadas de manera descuidada, tal vez a propósito, como un artículo del Código Penal Francés, que ni siquiera existía. Lo cierto es que la vida de Julien Sorel a lo largo del libro cae en altibajos que son evidentemente aburridos o sosos, pero que Stendhal no tiene reparo en relatar detalladamente, a costa de su propia irrelevancia. El escritor detrás de Stendhal, comparte con el lector la lentitud de esas páginas, diciendo que la misma vida de Sorel se volvía repetitiva en ocasiones. ¿Qué prentendía Stendhal con estas afirmaciones? Lejos estamos de saberlo. Muy Cervantino eso de compartir tanto con el lector la suerte de la historia, al punto de mostrarle las partes normales y diarias de la vida misma. O tal vez, tan solo una osadía o una maroma literaria, para pasar junto al lector los momentos de trámite de esta.

"Pero esos salones sólo son buenos para ver cuando se solicita algo. Sin duda el lector participa del aburrimiento de esta vida insípida que llevaba Julien. Son los páramos de nuestro viaje".

Sea como sea, resulta encantador ese acto de humildad del autor, de deshacerse de la pretensión de sabiduría y perpetuo absolutismo en su obra. Rescato el carácter humanista de compartir con el lector el desarrollo de la novela.

La primera prueba de fuego de Julien consiste en desempeñarse como preceptor de los hijos del alcalde del pueblo (Señor de Rênal), y ya a nivel muy personal de enamorar a su esposa (Señora de Rênal). Esta trama abarcará casi todo el libro primero, y lo verá enfrentado a ese ir y venir interno de arrojo e inseguridad tan característico en el personaje hasta el final de la obra, siempre en un afán por simbolizar la diferencia social tan marcada en la Francia del siglo XIX.

"Precisamente el día en que aquella carta real de Mathilde le sacó de unos sueños tan juveniles, después de haber estado pensando largo rato en matar a Julien o en hacerle desaparecer, había empezado a soñar con prepararle un brillante porvenir. Le hacía tomar el nombre de una de sus tierras; ¿y por qué no transmitirle su propio señorío?"

Su posterior paso por el seminario, el desencanto hacia esa actividad, la incredulidad hacia la iglesia, la religión y la misma negación de Dios al final de sus días, hicieron de "Rojo y Negro", uno de los libros contenidos en el "Index Librorum Prohibitorum", hasta que la restricción a la lista se levantó en 1966, bajo Pablo VI. Stendhal se vale de su relación con la masonería para describir reuniones y misiones que el joven Sorel deberá cumplir para el Señor de la Mole, su nuevo jefe, a cuya hija conquistará. Esa será la gran victoria material de Julien Sorel, el conseguir el amor de una joven aristócrata parisina (Mathilde). El enfrentar a su padre indirectamente a través de la aceptación que esa joven tiene hacia él, un joven campesino que habla latín.

" No tiene el culto por las buenas familias, es cierto, no nos respeta instintivamente... Es un fallo; pero en fin, como buen seminarista su corazón no debería irritarse más que por la falta de placeres y de dinero. Él, sin embargo, no puede soportar el desprecio por nada en el mundo."


La concepción del amor, trasciende lo literario, va más allá de de lo predecible en una novela de tercera persona. Se aprende a leer los sentimientos más allá de las reflexiones internas, pues en estas se le deja al lector la sensación de un conflicto personal que puede tomar un curso, pero que finalmente sorprende y vuelca la trama con determinaciones intempestivas y en ocasiones impulsivas que no dan tiempo al narrador para comentar lo que pasará. Esos cambios de ritmo inesperados, hacen que "Rojo y Negro" suba y baje en emociones, sea lenta y rápida a la vez. Stendhal se vale de pequeñas citas al comienzo de cada capítulo que  dejan entrever lo que viene. Maravillosa forma de dar un pie de inicio a cada relato.

"La soledad completa de aquella vida de viajero hacía que el poderío de esa imaginación pesimista fuera mayor aún. "¡Qué tesoro sería un amigo! Pero -se decía Julien-, ¿acaso hay un solo corazón que palpite por mí? Y aunque tuviera un amigo, ¿acaso el honor no me obliga a guardar un silencio eterno?"

Solo al final, y después de enseñarnos a Sorel tal vez como el más humano de los humanos, es posible entender su historia y a la misma Señora de Rênal. Quien está dispuesto a acompañarlo más allá de la muerte,  mientras Mathilde, quien fuera el trofeo a la lucha por las ambiciones terrenales, se queda con él también, pero a su manera, o mejor de la única que le es posible.

Un clásico, que como tal, puede gustar o no. Para algunos puede parecer sobrevalorado, o sobredimensionado, pero pocas novelas como esta, describen la magnificencia de la Europa del Siglo XIX, y tal vez pocas también, tiene la facultad de darnos dos personajes tan ambivalentes como Julien Sorel y la Señora de Rênal, capaces de todo, de la muerte por amor.





Citas tomadas de: Stendhal, Rojo y Negro, RBA Editores, Barcelona 1991. Tr. Carlos Pujol y Tania de Bermúdez-Cañete.

martes, 10 de enero de 2012

Entrevista de Marc Hanrez a Louis Ferdinand Céline en marzo de 1959. Tomada de radiobelicca.blogspot.com



Entrevista realizada en marzo de 1959, cuando Céline ya había publicada gran parte de su obra literaria, y estaba a punto de cumplir 65 años.

M.H.: Me dijo usted en un encuentro anterior que, actualmente, al mundo occidental le falta fe. ¿Cuál sería, en su opinión, la fe que podríamos encontrar o que podríamos recrear?

L.F.C.: La cuestión es extensa, y está cerrada. Ya no hay fe porque somos demasiado viejos. El mundo está desgatado por las guerras, por la palabrería, por el alcohol. Desde que se plantó la primera viña, es decir, cuatro o cinco siglos antes de Jesucristo, se puede considerar que la historia de Europa está acabada... ¡antes de los druidas! Ya no existe la historia.

M.H.: ¿Cuál es el pueblo o el conjunto de pueblos que hará la historia a partir de ahora?

L.F.C.: Será difícil. Será aquél que pueda abstenerse de beber, de zampar... serán los ascetas. Pero no acabo de ver llegar a los ascetas. Buda es enorme, un comisario del pueblo chino; tiene un gordo trasero, igual que un arzobispo. Comisarios del pueblo, arzobispos o ministros empiezan por tener un gordo trasero, mofletes, papada, excedentes por todos lados. Zampan... ¡están lo que se dice "bien comidos"! Así que están dispuestos a cualquier cosa.

Cuando un jefe de Estado remplaza a otro jefe de Estado, cuando un general... cuando un presidente de la República ve a otro presidente de la República se confecciona un menú y ese menú se publica en los periódicos. El público mira y dice: "¡Ah! ¡Ahí tenéis unas cagadas admirables! Es lo que yo veo: una pulpeta de ternera, guisantes tostados... ¡Ah! ¡Qué cagadas, qué cagadas!". ¿Entiende usted? Es dar a la digestión -al instinto de conservación, en consecuencia- un importancia enorme, y es eso lo que mata. el instinto de conservación, que es fomentado por la medicina que hace progresos todos los días, como usted sabe, la cirugía, etc. Tiene usted a gente inepta, ¡no los veo convirtiéndose en ascetas!

M.H.: Según usted, ¿la raza futura de la humanidad será una raza de ascetas?

L.F.C.: ¡Ah, únicamente una raza de ascetas! Ascetas que llevarán a cabo una cura terrible para eliminar todas esas tendencias hacia la panza... De otra manera, será una monstruosidad. Se intentará criar cerdos como se cría a los hombres... nadie querría... ¡cerdos alcohólicos! Estamos peor criados que los cerdos, mucho peor criados que los perros, los patos o los pollos... Ninguna raza viva resistirá el régimen que siguen los humanos.

M.H.: Habla usted de ese instinto de conservación que llevamos hasta el límite y que nos mata; pero está vinculado, a pesar de todo, al instinto de reproducción, pues para reproducirse es necesario conservarse.

L.F.C.: Ahí, el instinto de reproducción se las apaña solo; en realidad, no nos necesita. Mientras el hombre tenga una erección, mientras descargue sus 2 cm3 de esperma -¡y todavía soy generoso!- consigue reproducirse. Funciona por sí solo, es así de fácil. En cuanto a la mujer, basta que se preste... Y está hecho... No hace falta ocuparse de ella; fabrica niños sin apercibirse. Vemos a madres de familia que han cumplido su deber conyugal y, luego, se acabó.

M.H.: A propósito de la mujer... En su obra, la mujer ocupa un lugar relativamente importante, pero el amor -y, sobre todo, el amor sentimental- apenas tiene lugar. ¿Es, sencillamente, porque lo niega? ¿O porque estima que no añade nada al relato, que es algo que debe quedar sobreentendido?

L.F.C.: Yo no le niego su lugar, al contrario. es algo muy respetable, la asociación de dos seres, y muy normal para resistir los golpes de la vida, que son innumerables. Es algo bueno, agradable, pero no creo que merezca toda una literatura. La encuentro grosera y pesada también, la historia del "¡Te quiero!"... Es una palabra abominable, que, por mi parte, nunca he empleado, pues es algo que no se expresa; se siente y se acabó.Un poco de pudor no es malo. Esas cosas existen, pero se dicen acaso una vez cada siglo, cada año... no a lo largo de la jornada, como en las canciones.





M.H.: En el Viaje se percibe que el protagonista siente un gran afecto por la mujer (pienso en las diferentes mujeres con la que se encuentra y, en especial, en las dos americanas) pero es un afecto que -como acaba usted de decir- no se expresa con palabras como "te quiero", etc. ¿Cree usted que ese afecto debe hallarse en la base del amor, pero que no debe expresarse?

L.F.C.: No veo por qué. Es un sentimiento, es un acto -¡por Dios!- de lo más bestial... y, naturalmente, ¡tiene que ser bestial! Engalanarlo con florecillas me parece grosero. El mal gusto es, precisamente, poner flores allí donde no se necesitan para nada. Son cosas que pueden hacerse... no es algo muy esencial. Uno entra en un delirio (el coito es un delirio); racionalizar ese delirio con manejos verbales es algo que me parece bastante bobo.

M.H.: ¿Considera, entonces, el coito como el acto supremo, como la realización total del amor?

L.F.C.: El amor, por decirlo con una palabra, es el acto de la reproducción. No hay más historias, es algo que nos es dado. Es una prima que la naturaleza da a al coito y a la reproducción; da al hombrecito un delirio de algunos segundos que le pone en comunicación con ella. A la mujercita, en absoluto; no es importante.

M.H.: Como ciertas creencias hindúes, ¿ve usted en el momento del delirio, una comunicación mística con la naturaleza?

L.F.C.: Pues claro que sí... Mística, no sé. Dar una prima al hombrecito para que se cierta divinamente transportado a un mundo que no conoce, el mundo de la naturaleza...

M.H.: ¿Cree usted que existen otros medios, aparte del delirio del coito, para alcanzar ese conocimiento, esa especie de acoplamiento con la naturaleza?

L.F.C.: Es algo muy poderoso. No hay nada que decirle a la naturaleza. Es suprema, puesto que nos pone ahí, puesto que nos recupera. Yo digo que los hombres tienen un destino muy difícil y muy doloroso, porque, en el fondo, la naturaleza se sirve de ellos. Como dice La Rochefoucauld: "No sienten nada al nacer. Sufren para morir y esperan poder vivir". Es eso: esperan poder vivir, pero jamás viven de verdad... Sienten que mueren y sufren la mayor parte del tiempo (99%). Esperan su jubilación, esperan una promoción, esperan sacarse el bachillerato, siempre esperan algo. Esperan al ser amado, después tienen algunos meses de delirio, algunos arrebatos en el coito, y después vuelven a una vida de numerosas obligaciones. Me parece que son grandes desgraciados, más desgraciados aún, cuando se ocupan de los otros, aunque en sí mismos sean muy egoístas. ¡Su destino no es cosa de risa!

M.H.: Habría, entonces, en el hombre una impotencia para atrapar los momentos, para gozar de la vida tal como se presenta en un momento dado.

L.F.C.: Sí. El hombre no es un animal, puesto que conoce su porvenir. Luego tiene miedo, y bien justificado, a lo que le espera. Las bestias no saben; les llega su destino y sufren, pero no lo anticipan o lo anticipan muy poco (el caballo tiene un poco el presentimiento del matadero). La bestia a la que se mata siente, pero es muy breve, en tanto que el hombre puede hacerse ya una idea de lo que le espera con sesenta años de adelanto. Los estudio de la medicina nos informan admirablemente sobre la vida. Cosas como éstas la ensombrecen. El hombre corrige entonces sus pensamientos lúcidos mediante el alcohol y el papeo, y luego mediante el viaje, los coches, todas las formas de engañar su lucidez... Ya no es lúcido. Va a las academias, al teatro. Le remueven los sesos... al contrario de lo que se intenta hacer con los religiosos. En este caso, se repite todo el tiempo: "¡Atención! ¡No es eso! ¡La realidad de la muerte!". Envejece en su tumba. (Su lugar, el lugar del hombre, está evidentemente en acostarse cada noche en su ataúd).

M.H.: Luego, en su opinión, un pensamiento lúcido es un pensamiento escatológico esencialmente.

L.F.C.: Esencialmente. El hombre no tiene más que avenirse a su suerte, pensar en su padre, en su madre, en sus hermanos, en sus primos...

M.H.: Es un tema que expresa usted al comienzo de "Muerte a crédito", cuando habla de la muerte de su portera. Uno percibe, por otro lado, en todas sus obras que es un problema muy importante para usted.

L.F.C.: Es el primer problema de los hombres.

M.H.: Pero hay dos maneras, creo yo, de considerar el problema de la muerte: bien, como una parálisis de la acción y del pensamiento, bien como un estimulante. Hay gentes que, en el modo de considerar la muerte y su perspectiva, llegan a no actuar más, a no atreverse a actuar. Supongo que usted no es de estos últimos...

L.F.C.: Yo era muy médico de temperamento; mi vocación no era literaria. A su edad e incluso más joven, ya tenía vocación médica (en mi miseria, porque era muy pobre), que consiste en hacer la vida más fácil y menos dolorosa a los otros. Mi práctica, si le parece, es una mística -la única que tengo-, ¡y que no me ha salido bien! Es una especie de ideal de "hermana de la caridad" que yo sentía muy poderosamente: darme por entero al alivio de las enfermedades.

M.H.: Durante su juventud, ¿le educaron en una perspectiva cristiana?

L.F.C.: Hice la primera comunión, como se hace con esa edad; luego, de aprendiz de los patrones; a los once años se había terminado. No puedo decir que estuviese poseído por la religión; estaba poseído por la medicina. No estaba desesperado, Por otro lado, no se ve la vida igual: ¡cuando uno tiene veinte, quince o trece años, uno ve uno cree la muerte en el quinto pino! No se piensa en ella. Uno piensa inmediatamente en la vida y quiere hacerla más fácil... Yo era un buen muchacho, nada más. Me ocupaba sobre todo de la medicina, que me interesaba; y luego, llegué a esa literatura que usted conoce... Esto último es un accidente.

M.H.: Pero es un accidente que, en cualquier caso, usted se ha tomado en serio.

L.F.C.: Porque me hicieron imposible la práctica de la medicina. Uno no puede hacer libros y al mismo tiempo... pasar por alguien serio. En fin, ahora todo ha cambiado. el médico generalista, como era yo, ya no significa nada. O se es especialista o no se es nada. Pero en mis tiempos, había muchos así... ¡Un tipo que hace libros! A mí siempre me ha parecido un farsante, alguien que se sienta a una mesa y garabatea grandes pensamientos. Encuentro todo eso completamente abusivo, inmodesto e impúdico. No me parece seria esta forma de mirar la historia y, sin embargo, la continúo...Además, ya no tiene importancia, da igual. Ya está.

(Fuente: Marc HANREZ, Céline, Gallimard, París, 1961, pp. 219-228)