domingo, 11 de noviembre de 2012

Plataforma de Michel Houellebecq




Así, sin muchos preámbulos Michel Houellebecq nos va contado la vida de Michel. ¿De cuál? Tal vez de él, o quizás de otro. El Michel de la historia es un empleado público francés, que trabaja en el Ministerio de Cultura, organizando el presupuesto de algunas exposiciones. Es un hombre que está entre la muerte en vida que supone la función pública y la reacción al eterno interrogante de la existencia que puede significar el arte.

No obstante, Michel conoce los recurrentes interrogantes que rodean la vida, no solo la suya sino la de cualquiera lo que decanta su única preocupación hacia una fuerte atracción hacia el sexo. El sexo es tal vez lo único que le puede dar un poco de sentido a seguir viviendo. Atraído por esta alucinación y consecuente a su canon, se dirige al único lugar del mundo donde la significación de sexo, responde exactamente al planteamiento de Michel, Tailandia.

Una vez en Bangkok, Michel conoce a Valérie, una francesa que trabaja en el sector del turismo y que se encuentra de vacaciones allí, posiblemente en busca de ideas para nuevos negocios en el sector, aunque lo niegue. Valérie representa la mujer ideal en los términos de un hombre solitario, pragmático y que ha perdido casi toda sensibilidad. Es la mujer que encuentra felicidad en dar felicidad a otro, en este caso la cosa comienza desde lo sexual. La pareja se dedica en recorrer el infinito universo sexual en Tailandia, Cuba, Paris, y con una variedad de personajes de casi todos los calibres.

Los pasajes sexuales son explícitos, pero mantienen esa sencillez que los libra de toda pretensión y por ende llegan realmente. Alguien podría llamarlos pornográficos, y posiblemente lo son, pero el contexto del porno es solo mostrar la escena, aquí tenemos una escena pornográfica dentro de un conflicto humano. ¡Las cosas como son!

Con una técnica narrativa que pasa de una conversación relativa a la planificación de la instalación de unos hoteles de lujo en el caribe a una felación en plena calle pública o a las eyaculaciones de Michel en la boca de Valérie, Houellebecq juega con el lector, poniéndole en frente una imagen sexual que en ocasiones parece sobrecargada, pero que al final resume los sentimientos y angustias más elementales entre orgasmos, orgías y bares swingers.



En Plataforma, Houellebecq aborda varios temas, el agotamiento de occidente, el fundamentalismo islámico, el sexo como válvula de escape, y lo que entre líneas podemos llamar amor. La novela está narrada de una manera limpia, sin cortapisas en su desarrollo, siempre se dirige con claridad, hacia el punto al cual quiere llegar. 

Al final ni siquiera la muerte lo toca, como sí lo hace el vacío que representa vivir. El Michel de la historia es el producto consciente de occidente, el alcohol destilado de la sociedad enferma en la que ha vivido. Es por esto que la historia termina en Pattaya (Tailandia al extremo), donde ya ni siquiera el sexo puede ser un aliciente a esa pesada carga existencial, la piedra se le derrumba encima al pobre Michel, al que le toca la peor de las torturas, cual es la de vivir en un lugar en el que fue feliz.

"En cuanto dejé la maleta en el suelo polvoriento de la estación de autobuses, supe que había llegado al final de camino. Un viejo colgado, esquelético, con el pelo largo y gris, además de un enorme lagarto posado en el hombro, pedía limosna a la salida de la puerta giratoria. Le di cien baths y luego fui a beber una cerveza al Heidelberg Hof, que estaba justo enfrente. Había pederastas alemanes, bigotudos y barrigones, contoneándose con sus camisas floreadas. Cerca de ellos tres adolescentes rusas que habían llegado al grado más bajo del puterío se retorcían al ritmo de un gigantesco radiocasete; las sórdidas mamoncitas rodaban literalmente por el suelo. Andando por las calles de la ciudad, y en tan sólo unos minutos, me crucé con una impresionante variedad de especímenes humanos: raperos con gorra, marginales holandeses, ciberpunks con el pelo rojo, bolleras austriacas llenas de piercings. Después de Pattaya no hay nada más, es una especie de cloaca, de desagüe terminal adonde van a dar los variados residuos de la neurosis occidental. Ya sea uno homosexual, heterosexual o ambas cosas, Pattaya es también el destino de la última oportunidad, después de la cual sólo cabe renunciar al deseo".

"Diez años atrás e había dado cuenta de que las cosas empezaban a irle mal: seguía saliendo por las noches, iba a los mismo clubs, pero volvía más a menudo con las manos vacías. Claro, podía pagar; pero si tenía que hacrlo, prefería pagarle a un asiático. Se disculpó por la observación, esperaba que yo no lo tomara como un comentario racista. No, no, claro, yo le entendía: es menos humillante pagarle a gente que no se parece en nada a la gente que uno habría seducido en otros tiempos, gente que no le trae a uno el menor recuerdo. 
Si hay que pagar por la sexualidad, es mejor que sea, en cierta medida, una sexualidad indiferenciada. Como todo el mundo sabe, una de las primeras cosas que la gente experimenta cuando entra en contacto con otra raza es esa indeferenciación, esa sensación de que todo el mundo, poco más o menos, se parece físicamente. El efecto se desvanece al cabo de unos meses de estancia, y es una pena, porque corresponde a una realidad: en el fondo, los seres humanos se parecen muchísimo. Sí, se puede distinguir entre hombres y mujeres, y si se quiere, entre edades diferentes; pero cualquier distinción más exhaustiva responde en cierto modo a la pedantería, y probablemente al aburrimiento. La gente que se aburre fomenta distinciones y jerarquías, es uno de sus rasgos característicos. Según Hutchinson y Rawlins, el desarrollo de los sistemas de dominación jerárquica en el seno de las sociedades animales no corresponde a ninguna necesidad práctica, a ninguna ventaja selectiva; simplemente es un medio para luchar contra el aplastante aburrimiento de la vida en plena naturaleza".

"Seguiré siendo hasta el final un hijo de Europa, de la angustia y de la vergüenza; no tengo ningún mensaje de esperanza. No odio occidente, todo lo más lo desprecio con toda mi alma. Sólo se que, tal como somos, apestamos a egoísmo, masoquismo y muerte. Hemos creado un sistema en el cual ya no se puede vivir; y lo que es más, seguimos exportándolo. Cae la noche, las guirnaldas de bombillos multicolores se encienden delante de los heers hars. Los seniors alemanes se sientan a las mesas y ponen la manaza en el muslo de su joven acompañante. Saben de la angustia y de la vergüenza más que nadie, necesitan carne fresca, una piel suave, tierna. Pocas veces se ve en ellos esa vulgaridad pragmática de y satisfecha de los turistas sexuales anglosajones, esa manera de comparar a todas horas la prestación y el precio. También es raro que hagan gimnasia, que cuiden su propio cuerpo. Por lo general comen demasiado, beben demasiada cerveza, acumulan grasa; la mayoría no tardará en morir. Suelen ser amistosos, les gusta bromear, pagar rondas, contar anécdotas; sin embargo, son una compañía deprimente, triste".
 
 Notas tomadas de: HOUELLEBECQ. MIchel, PLATAFORMA, Ed. Anagrama 2002, Traducción de Encarna Castejón.